sábado, abril 21, 2012

Cuento asqueroso para niños


Hoy me levanté temprano porque me duele la panza. Ayer a la noche fue el cumpleaños de papá y, como todos los años, la abuela hizo fideos amasados por ella. Mi hermano dice que el secreto de su receta es que los hace con mocos. Cuando dice eso, me da mucha risa, y también asco, pero igual los como porque sé que mi hermano miente. Él insiste en que esas pastas se hacen sin sal, porque los mocos son salados, y que los mocos no son de la abuela sino de las amigas de la abuela, que una por una le donan algo de flema para la cocina, así papá se pone contento. Mi hermano dice que no tiene nada de raro comerse los mocos, aunque él no se los come nunca, porque es muy valiente. La abuela sirvió los platos y dijo, muy contenta: ¡fideos de espinaca, para que sean fuertes! Pero mi hermano me dijo al oído:

—Son mocos verdes; las amigas de la abuela están engripadas.

Yo escupí de la risa y mamá nos retó.

—¡Chicos pórtense bien!
—¡Quiero tener un cumpleaños tranquilo, eh —agregó papá.

Me llamo Lucía, tengo 11 años, pero me dicen Chiqui, porque soy muy chiquita. Miren, acá les presento a mi hermano, se llama Jonás y me lleva 4 años, aunque mis padres dicen que en realidad es más chico que yo, porque es muy infantil, o muy tonto, digo yo. Jonás es quilombero y no respeta a nadie, dice mamá, pero eso pasa porque es muy inteligente, dice papá. Yo la verdad no entiendo por qué, pero conmigo siempre es bueno, aunque es cierto que con los demás muchas veces es malo. A mamá le dice que se llama Jonás porque salió de la panza de una ballena, ja já. Entonces, ella le tira cualquier cosa por la cabeza. Mi mamá vive haciendo dieta, está obsesionada con su peso, aunque para mí no es muy gorda.

Me duele la panza, porque me cayeron mal los fideos de espinaca de la abuela, o los mocos verdes de las amigas de la abuela, que cada uno piense lo que quiera. Mi hermano dice que tengo gases. No sé, lo único que sé es que estoy acostada en la cama y que mucho no me puedo mover, porque me da retorcijones.

—¿No te dan ganas de ir al baño? —pregunta mi hermano.

La verdad que no. Nada más me duele la panza, mucho me duele. Mamá fue a la farmacia para comprar un remedio.

—Tranquila, ya te van a venir las ganas, ahora te voy a contar algo, así te distraés. Cuando estaba en primer año nos llevaron de campamento a Córdoba, que es un lugar que tiene sierras. Las sierras son como las montañas, pero más bajas. En el camping había muchos árboles, la mayoría palos borrachos.
—¿Los árboles gordos?
—Claro, gordos como mamá.
—Ay Jonás, no digas eso.
—Bueno, la cuestión es que a la noche los palos borrachos no paraban de tirarse pedos.

 Otra vez me da risa y otra vez me duele.

—¿Los árboles hacen eso?
—Obvio.
—No creo.
—Sí, nena, todas las plantas están vivas y comen igual que nosotros.
—No comen igual.
—Ya sé que no comen milanesas con papa fritas, bah, las plantas carnívoras capaz que sí, pero lo que quiero decir es que: Comen.
—¿O sea?
—O sea… se tiran pedos. No es muy difícil de entender: Todos los que comen se tiran pedos.
—Bueno, ¿y qué pasó?

—Los guías del campamento empezaron a tirar desodorante de ambiente en el bosque,  pero no sirvió de mucho porque además de que el olor seguía para mí que los insectos empezaron a estornudar,  porque era impresionante cómo zumbaban los mosquitos, cantaban los grillos. Los bichos se volvieron tan locos que empezaron a entrar a las carpas. A mí se me llenó de hormigas la bolsa de dormir y  me picaron las piernas. Un pibe me explicó que cuando una hormiga te pica, te deja un huevo. Tuve miedo de que me empezaran a salir hormigas de la piel.
 —¿Por eso  mamá dice que tenés hormigas en el culo?
—No. Eso es una forma de decir, nena, esto era de verdad. A la mañana estaba lleno de ronchas y en cada una dormía una hormiga bebé.
—Qué lindo.
—Lindo tu abuela.
—Mi abuela es tu abuela también.
—Buajj.
—Jonás sos terrible. Decime, ¿las hormigas eran negras o coloradas?
—No sé de qué color eran porque cuando entraron era de noche y mucho no se veía.
—¿Y qué hiciste? ¿Te nacieron las hormigas al final?
—No, porque cuando estaban por nacer, me pasé pis por la piel, que es un insecticida natural.
—¡Qué asco!
—Ja já, posta que sí, porque si hubiera sido mi pis tanto no me molestaría, pero me dijeron que tenía que ser de otro, así que le pedí a uno de los pibes  que me llenara un frasquito.
—¡Mentira!
—Verdad.
—¡Mentira, nene!
—Verdad, nena. Y hablando de esto, ¿vos sabías que existe un lugar dónde llueve pis?
—Decís cualquier cosa.
—Te lo juro. En el campamento, los guías nos dijeron que ahí cerca había un campo donde todos los animales y los gauchos iban a mear, entonces cuando se evaporaba se formaban nubes con orina.
—¿Y llovió pis cuando vos estabas?
—Sí, un tremendo chaparrón. Quedó todo el suelo lleno de charcos amarillos y después los pajaritos venían y se bañaban, re chanchos.
—Jajaja, sos muy mentiroso.

Se abre la puerta y aparece mamá con un señor. Es petiso y tiene bigotes. Mi hermano me dice:

—¡Trajo al señor cara de papa!
—A ver esa pancita —dice mamá—, mostrale al doctor.
—No pasa nada, don —le dice Jonás—, nada más tiene gases.

El doctor lo mira de mala manera, pero no le dice nada. Mi mamá lo echa del cuarto, pero Jonás se queda igual.

—Es verdad —dice, mientras me aprieta el estómago—, le hace mucho ruido.

—¿Qué te dije? —le dice mi hermano a todos—. ¡Qué te dije! —repite y se manda la parte.

Jonás se pone de pie, camina hacia la puerta del cuarto y antes de salir se da vuelta y se queda un rato mirándome. Después, me saluda con la mano. Yo también lo saludo con la mano. Al costado, mamá se queda hablando con el doctor, hasta que, de pronto, ella dice, mirándolo primero a él y después a mí.
—Mmmm, qué olor, eh.

lunes, abril 02, 2012

La guerra

Por ausente, por vencido
bajo extraño pabellón


Me acuerdo que llovía. No. Más bien garuaba. Corría 1982. En el colegio todo estaba embanderado. Nosotros, con escarapelas. Mi hermana María Laura había ganado en su salita una tortuga que se llamaba Argentina. En otra salita había una tortuga que se llamaba Malvina. En otra, Soledad. A todas las sortearon.

Mi hermana traía a Argentina, que era muy chiquita, en una caja de zapatos. Yo tenía una radio que me había regalado mi abuelo y que había llevado al colegio para escuchar información sobre lo que estaba pasando en las Malvinas. Me había obsesionado. Era chico pero la guerra me fascinaba. En casa, los soldaditos luchaban en la pieza o se disputaban baldosas entre las macetas del patio.

Mis recuerdos son confusos. Estaba la guerra y la escuela. Estaban mi hermana, otros chicos y yo en la parada del colectivo, esperando el 28 o el 21 debajo de Puente Chicago, en Mataderos. Era otoño, no me acuerdo bien qué mes. Oscurecía. Parece un pozo de sombras la noche y garúa, se acentúa la garúa en la memoria ahora que vuelvo, al puente y a la loma del costado donde nos tirábamos con mi hermana para rodar y reírnos interminablemente. Dejamos pasar dos colectivos que venían llenos porque era imposible subir.

La lluvia se hacía más intensa, creo. Llegó el 28. Subimos. Dos escolares. Era un día especial, con detalles para el futuro, para este relato. Llegando a Crovara, una frenada fuerte, un golpe. Era la primera vez que estaba en un choque. Varios pasajeros quedaron despatarrados en el pasillo. Mi hermana entre ellos. La levanté y empezó a llorar, pero estaba bien. ¡Argentina! ¡Argentina!, me decía, desesperada. La caja estaba tirada debajo de un asiento, abierta. La tortuguita ensayaba sus primeros pasos en medio del desconcierto. Volví a meterla en la caja y se la di a María Laura, que de a poco se calmó. Los pasajeros volvían a ponerse de pie. El chofer tenía bigotes, estoy seguro. Yo me golpeé la frente con un fierro y enseguida se me hizo un chichón. Después de un rato, arrancamos otra vez y seguimos viaje. Pasamos el Barrio Piedrabuena, después Madero, hasta que por fin llegamos a Chilavert y nos bajamos.

Miré a lo lejos, a ver si venía el segundo colectivo. Hacia atrás el día se volvía nocturno tras su manto de neblinas y rocío helado. Generalmente, caminábamos las diez cuadras hasta nuestra casa, en Ugarte y Giribone, pero a veces esperábamos el 143, o el 36, como en esta oportunidad fría, oscura, de noche otoñal cada vez más cerrada. María Laura lloraba por momentos y recordaba el choque. Los colectivos no venían más. Nuestra madre estaría preocupada. Para distraer a mi hermanita se me ocurrió prender la radio. Hablaban de la guerra. “Combaten en las islas soldados heroicos de la Patria.”

Por suerte, un 143 asomó la nariz por Avenida Cruz, en Lugano, al otro lado de la General Paz. Dio la media vuelta por Chilavert y nos levantó. El chofer nos dejó pasar sin pagar. Esta vez no tuvimos problemas. San Pedrito derecho, llegamos a Olavarría. Nos paramos y tocamos el timbre. Antes de bajar, pudimos ver el amontonamiento de gente.

Qué pasa, preguntó mi hermana. No sé, ni idea. Nos bajamos. Frente a nosotros, un grupo numeroso rodeaba el Tanque de Celina. Cruzamos la calle y nos acercamos. Nos metimos entre la gente hasta que llegamos a la parte de adelante. Allí lo vimos. Es una estampa en mi cabeza: del árbol viejo junto al Tanque cuelga un bulto pesado, oscilante.

Nadie podía tocarlo. Esperaban a un juez o algo así. Como Galileo observando las arañas en la catedral de Pisa, ahora lo sé, nosotros, ojos vírgenes, veíamos el balanceo del péndulo en aquél, nuestro primer muerto. Ahhh, gritó mi hermana. Le tapé los ojos. Yo no pude dejar de mirarlo: su figura recortando el aire, modificando ese paisaje para siempre, aunque fue sólo un momento breve, rodeado de gente pero tan solo.

Después de un rato volvimos a casa. Me acuerdo que llovía. No. Más bien garuaba. 1982. Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña.


(Villa Celina, 2008)

domingo, abril 01, 2012

La historia sin fin(al ni principio) pero con final(mente y principalmente)

En la esquina

del Gran Hotel,

se puede ver

un tiempo loco

—lluvia en una calle,

sol en otra calle—

además de otras libertades

que alguien se ha tomado en marzo

al interpretar las leyes

de la naturaleza y la ciudad.

Al cerebro, por ejemplo,

descartado en el container

le brotan hojas de los árboles,

igual que crece el pasto en la vereda

abierta por las pisadas y el verano,

antes de que llueva el glifosato.

En la calle del sol,

los rayos siguen a una nena

porque es la única que anda

por afuera de la sombra.

Debajo de los techos

hay más gente

que el sol no puede ver.

Del cerebro,

tampoco queda mucho para ver;

la vegetación ha recubierto

cada uno de sus hemisferios.

En la enredadera,

una flor lucha por el aire

apretada de recuerdos.

La nena que miraba el sol

ahora se sienta en el piso,

saca de su mochila al Oso Teddy

y con una tijerita

empieza a operarle el corazón.

Los gatos confundidos

se acercan

para ver si cazan algo.

Los pájaros reales

huyen despavoridos,

abandonan la localidad

y vuelan

hacia las colonias alemanas

o hacia la ruta

de los micros.

Coronel Suárez, 26 de marzo de 2012