miércoles, agosto 30, 2006

Los freseros


















Los freseros se levantan temprano
y en un molde inyectado de saliva
dormimos nosotros, pero la cabeza
de tan duro apoyo, de acero
al carbono, de acero aleado al cromo,
aumenta la temperatura de la fragua
y el cerebro con incrustaciones
va del rojo vivo al rojo blanco
en la punta de las voces sobre el yunque
donde la masa golpea y aplasta:
¡Manganeso! ¡Tungsteno! ¡Molibdeno!
¡Arriba que es la hora!

De espaldas al reloj en la pared
de nuestros padres los freseros,
los hijos caminamos adentro
de la retina pegoteada con fundente,
quemada por electrodos sacachispas
de sueños hasta el baño.

El agua de la canilla oxidada
despega los párpados y la vista
se da vuelta como el remolino
que nunca termina de entrar
en la boca de la cañería.

¿Qué país fresa uno con las ruedas dentadas
de su máquina sumergida en el lavatorio?

Cuando el desayuno está listo en la cocina
y nosotros enchufamos la radio a la mañana
para escuchar la rock and pop o la mega,
la generación contemporánea hace la fila
en los portones de los tinglados de Elaplast,
de Anelet Universal y la Plastificadora Belgrano,
en La Matanza, Morón y San Martín.

Cuando, después, prendemos la computadora
y escribimos los mails de la tarde,
la viruta acumulada todos los santos días
desborda la bandejita de abajo de la fresa
y cae al piso como una lluvia de formas
que los borceguíes aplastan sin querer
formando constelaciones que nadie mira.

Cuando, antes, la almohada fresa pensamientos
y los versos se moldean abrigados con frazadas
para encabalgar recién al día siguiente
en un poema político y social,
los freseros, anticipándose, salen de casa
cuando el sol todavía es cielo claro sin nada
contra una línea al final de Buenos Aires.

viernes, agosto 25, 2006

-Qué ojos tan fijos tienes!

-Es para enamorarte mejor.



















Estamos en el medio de un círculo
en el piso de un boliche.

Las luces ofrecen tus caritas a los besos
en la boca donde puedo vivir una vida
pero la cara verdadera que lleva el borde
de mis huesos se rompe en la debilidad
del fondo del fuego a treinta centímetros
antes que cualquier labio sea posible.

Van los piropos y vuelven distintos aspectos
de vos, ahora dibujito de Mark Ryden,
por momentos chica gótica,
cada tanto nena con flequillo,
siempre del lado de la sombra.

Al principio los nervios resultan
como advertencias y honestidades
brutales, pero reforzados
por los ojos fijos finalmente
la conversación es nuestra conservación,
la romanización mi armonización
para las palpitaciones y el ánimo
desamparador un desparramo
de vida y sangre, porque no es como vos
decías, es al revés, lo que deseamos
es amar un poco, amar algo, amar al fin.

jueves, agosto 24, 2006

Anécdotas peronistas 9 - Marcha del Club Barracas Juniors

Archivos viejos, material inédito, rarezas.

Hugo Gambini afirma que la melodía de Los muchachos peronistas tiene "un origen mucho más remoto y también más romántico". Según él, esa música es idéntica a la de la marcha –anterior, por supuesto– del club de barrio Barracas Juniors.

***************************************************


Marcha del club Barracas Juniors

Cantada a capella por un antiguo socio del club, previas palabras suyas y de Hugo Gambini.


Los muchachos de Barracas
todos juntos cantaremos
y al mismo tiempo daremos
un hurra de corazón.
Por esos bravos muchachos
que lucharon con honor
por defender los colores
de esta hermosa institución,
la institución barraqueña
escuela de campeones
que año tras año sin tregua
lucharon como leones
y hoy gritemos muy contentos
llenos de honda emoción
¡Viva el club Barracas Juniors
(?) a campeón!!
Dale campeón, dale campeón!


(Gracias! Alejandro por facilitame este material)

anécdotas peronistas 8 ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

martes, agosto 22, 2006

1 año























Hoy, 22 de agosto, los días que se empujan en desorden cumplen su primer año de vida.

"Pero para mí no hay ni lunes, ni domingo, hay días que se empujan en desorden y de pronto relámpagos como éste."
JPS

jueves, agosto 17, 2006

El hombre gato

Después de veintiséis años de vivir en la misma casa de la calle Ugarte, en el corazón de Villa Celina, donde aún vive mi familia, decidí abandonar el barrio para irme a vivir con Ana a Haedo, en el partido de Morón. Fue difícil el desarraigo; los primeros meses iba de visita casi todos los días: tomaba el tren de trocha angosta que une Haedo con Temperley y bajaba en un paraje marginal, debajo de un cruce de puentes, pertenecientes uno a la autopista Richieri, el otro al ferrocarril que viene de Madero y va para Laferrere. El lugar todavía existe y conserva su viejo cartel, que reza: "Estación Agustín de Elía". Pero más que estación, literalmente se trata de un pozo repleto de basura, con un par de andenes interrumpiendo el largo potrero y su caminito, transitado diariamente por changarines y personajes de las pinturas de Berni.

Había pasado toda la tarde en la casa de mis viejos jugando al TEG con mis hermanas y unos amigos, tomando mate y escuchando música. Como siempre, el juego duró más de la cuenta y terminó por hacerse de noche. Cuando salía, me pidieron encarecidamente que no tomara la ruta habitual por Agustín de Elía, porque "eso" era una boca de lobo, que, aunque tardara más, fuera a Liniers y allí tomara el Sarmiento. Pero no les hice caso y ahora estaba arrepentido y apenas acompañado por tres o cuatro tipos, esperando un tren que no venía más, cagado de frío en la hondonada atrás del Mercado Central. Corría junio de 1997.

En el fondo de la perspectiva empezó a crecer la luz amarilla de la locomotora, pero lamentablemente no de la dirección que hubiera deseado. El tren que iba para Temperley se detuvo unos pocos segundos y rápidamente siguió su camino. De la puerta que quedó frente a mí, bajaron sólo dos personas. A ambos los conocía, eran los hermanos Salomón, Néstor y Petete, que vivían en Giribone, a la vuelta de nuestra casa.

—¿Qué hacés Juan por acá solo a esta hora?

Les dije que iba para Haedo; ellos no sabían que me había mudado.

—¿Y ustedes de dónde vienen?

Volvían de la casa de una tía que vive en La tablada y estaban apurados porque Pablo, otro de sus hermanos, los había llamado por teléfono media hora antes y les había contado que en el fondo de Celina había un revuelo bárbaro, que habían visto al Hombre Gato por Urquiza y Achiras, que desde las seis de la tarde estaban todos en la calle y que habían llamado a los canales de televisión.

Les dije que recién venía del barrio y que no estaba enterado. Lo que pasa es que Urquiza quedaba a unas quince cuadras de la casa de mi familia, y además no había salido en toda la tarde. Enseguida nos acordamos de aquella vez cuando éramos chicos, la noche en que el hombre gato anduvo por Giribone, pero brevemente, porque ellos se querían ir a ver qué pasaba, así que se despidieron y con prisa subieron la escalerita del puente de la Richieri.

Yo me quedé solo nuevamente, pensando en aquella noche, tan invernal como ésta, pero de los primeros años de la década del ´80, cuando el Hombre Gato vino a rondar y saltar techos en las cuadras cercanas a mi casa.

Me acuerdo que había un poco de niebla. Estaba jugando en Giribone y a eso de las nueve Celina me llamó desde la puerta, porque era la hora de entrar. Aunque insistí por "un ratito más", mi madre se mantenía inflexible: ¡adentro!. La rutina infantil se cumplía religiosamente. Resignado, tuve que abandonar la pista que habíamos dibujado sobre la calle con pedazos de ladrillos. Entré con la cabeza gacha y el autito relleno de masilla en la mano, mientras escuchaba las cargadas de mis amigos.

Apenas un rato después, mientras estábamos comiendo, se empezaron a escuchar gritos desesperados, que llegaban de la calle. Salió solamente mi papá; a mis hermanas y a mí no nos dejaron. Pero yo me escurrí a la terraza y me escondí sobre el techito del porche, para ver qué pasaba.

Resulta que el cabezón Adrián Navarro, uno de mis mejores amigos, estaba parado en la esquina de Giribone y San Pedrito, cuando repentinamente salió espantado, corriendo hacia su casa. Dijo haber visto a un hombre muy alto, todo vestido de negro, saltando por los techos de la casa de Gaby. Dijo que tenía ojos rojos.

—Ojos rojos.

Empezó a salir todo el mundo a la calle, la mayoría armados con revólveres y hasta alguna escopeta. Pronto llegó la policía: hombres mal uniformados que seguramente venían del destacamento de la bajada, ya que eran conocidos por la gente, que, a esta altura de los acontecimientos, había copado las cuatro esquinas de Ugarte y Giribone.

En un extraño clima de fiesta empezó la cacería. Hace tiempo que se venía hablando del Hombre Gato. Se especulaba acerca de su origen y sus actividades. Se decía que venía de Brasil, que era de la secta Moon, que era capaz de dar saltos de cuatro metros, que sus ojos te paralizaban. La gente le tenía miedo, lo consideraba malvado. Para mí, en cambio, se había convertido en una especie de superhéroe, y deseaba que no lo atraparan.

Alguien dijo que lo vio saltar la pared del terreno de Monti. Hacia allí se dirigió la turba. Vecinos y policías se agolparon frente al portón de chapa; Monti, en pijama, abrió el candado y dio vía libre. Mi amigo Martín Perdíz, nieto de Monti, me saludaba desde lejos. Todos parecían contentos. Entraron algunos y empezaron a oírse disparos. Hubo corridas y algunos gritos. Durante aproximadamente dos horas indagaron en el terreno y los galpones, hasta que, finalmente, decidieron que no había nadie. Sin embargo, esto lo supe al día siguiente, el visitante había dejado huellas, que confirmaban una vez más su existencia. La gente se replegó, la policía se fue, todo volvía a la normalidad.

Pasó gran parte de la noche y no podía dormir. De repente, a eso de las cuatro de la mañana, se escuchó un disparo, después otro, después varios más, y empezaron nuevamente los gritos y la gente en la calle. Otra vez lo habían visto saltar el paredón de Monti. Parece que ahí estaba la cosa nomás. Esta vez llegaron muchos más policías, mejor equipados, y hasta un camión de bomberos y dos ambulancias. Era una noche de locos.

Entraron al terreno, que ocupaba media manzana y tenía en su interior dos galpones de un taller de matricería y un parque con varios árboles, entre ellos nísperos, moras y quinotos de los que me alimenté en más de una ocasión. Por segunda vez en la misma noche abrieron el gran portón de chapa; en esta oportunidad sólo entró la policía. Los tiros fueron muchos, y hasta lanzaron una bomba de gas lacrimógeno, que al día siguiente encontré partida en dos en el parque. Después de una o dos horas de infructuosa persecución, cuando empezaba a clarear, dieron por finalizada la búsqueda y todos se fueron. Tiempo después nos enteramos que el Sargento Ramos lo vio saltar por el paredón de atrás hacia la casa de Claudio, y que desde allí saltó otra vez a la calle para escapar corriendo por los potreros que estaban más allá de San Pedrito.

Al otro día, Martín me invitó a su casa y juntos recorrimos, solos, todo el lugar. Vi los agujeros producidos por los tiros en las paredes de chapa de los galpones internos, los casquillos tirados por todas partes y, sobre todo, las marcas profundas en los troncos de los árboles. Eran arañazos, me explicó. Esto me produjo una gran impresión. Martín me regaló la bomba partida de gas lacrimógeno. En casa la uní con cinta de embalar y la guardé en el cuartito donde está la heladera. Allí permaneció bastante tiempo. A veces se la mostraba a algún amigo o pariente que venía a visitarme. En algún momento se debe haber perdido, porque a partir de los veintipico de años no la encontré más, aunque varias veces la busqué, revolviendo las herramientas de mi viejo o las repisas que están al lado de la heladera.

Aunque parecía que nunca iba a poder salir de la estación Agustín de Elía, al fin el tren mostró su trompa por la curva atrás del Mercado. Venía bastante vacío, así que viajé sentado, mientras pensaba en aquella noche de mi infancia.

Llegué a la estación Haedo en menos de veinte minutos. Esperé un rato el 182 y luego decidí irme, porque ya estaba harto de esperas, así que caminé las doce cuadras con ritmo ligero, hasta que llegué al largo pasillo de la calle Lainez. Apenas entré a mi casa, fui al living y prendí la televisión.

Con música rimbobante, Crónica titulaba sobre el fondo rojo de la pantalla:

Villa Celina: El hombre gato resiste en la copa de un árbol

Transmitían en vivo. La cámara enfocaba las ramas altas de un viejo eucaliptus, mientras el periodista aseguraba que allí se encontraba el Hombre Gato. Una muchedumbre exaltada lo rodeaba. Pude reconocer a unos cuantos amigos y conocidos. Estaban los seminaristas de la capilla de Urquiza, el gordo Gabriel y los muchachos de la Municipalidad, mis amigos de Perseverancia y el Sagrado, los pibes de Viejo Smocking, y muchos más. Uno a uno iban desfilando ante la cámara. Y yo de este lado, tan lejos.

De pronto, los chicos empezaron a tirarle cascotazos al árbol. La gente se puso eufórica y empezó a gritar y a empujarse. Era un descontrol; la cámara iba a sucumbir en cualquier momento. Casi todo Celina estaba ahí, o estaba llegando.

El cronista insistía: "El hombre gato resiste, el hombre gato resiste".

Más forcejeo, más gritos.

Al final la cámara cedió y fue a parar al piso. La última imagen que transmitieron fue un poco de pasto. Tres, cuatro segundos de pasto. Después, todo se puso negro y desde los estudios de Crónica decidieron pasar a otra noticia.

Esperé un buen rato que volviera la transmisión desde Villa Celina, pero nada.

Estaba cansado. La noche se cerraba y finalmente decidí acostarme, pero, una vez más, no podía dormir. La voz del periodista me repiqueteaba en la cabeza:

"El hombre gato resiste, el hombre gato resiste."


Dedicado a Martín Perdíz y Adrián Navarro.


********************

EPÍLOGO
Muchos lo vieron, en diferentes barrios, Villa Celina fue uno de ellos, pero jamás lo atraparon, lo que deja abierta la posibilidad de que cualquier día de estos aparezca nuevamente saltando por los techos del Conurbano Bonaerense. Parece que se trata de algo periódico. Me pregunto, si vuelve, ¿será el mismo, quizás viejo, menos atlético? ¿O vendrá un reemplazante, un aprendiz, un discípulo?




Las hormigas

La primera vez que escuché una voz estaba sentado en el campito de Villa Celina. Las hormigas negras pasaban a mi costado.

De pronto escuché que alguien decía “tenés que matarlas vos”. Me asusté mucho porque sabía que la voz estaba en mi cabeza.

Dejé el pasto y el aire fresco y corrí, crucé la calle San Pedrito y entré en el barrio, hasta llegar a la casa de mis padres. Me puse a pensar qué había pasado, de dónde venía esa voz y qué me quiso decir. ¿Por qué el diablo me hablaba a mí?

Durante dos noches no pude dormir. Los manos y los párpados me temblaban y tenía manchas rojas en la panza.

El domingo a la tarde volví al campito y me senté en el mismo pasto. Quería saber si la voz iba a volver.

lunes, agosto 14, 2006

Fin



















7 (final)

“Si la tierra es un ser vivo
y tiene pulmones que por mil respiraderos exhalan fuego,
puede cambiar sus conductos de respiración
y, cada vez que se mueva, cerrar unas cavernas y abrir otras”.
Ovidio, Metamorfosis, Libro XV.


Lento como el crecimiento
o como las manos que deshacen nudos
el zorro giró la cabeza y siguió
su camino a la profundidad.

El movimiento se recompuso en las hojas
y en los troncos erguidos,
que en su lenta agilidad contra el cielo
pinchaban el vapor del fin del mundo.

Me senté un rato y después volví
al campamento; hice fuego,
miré las espirales patagónicas,
Juan combado como el planeta,
retrocedió mi conciencia por el flujo del veneno
de la tranquilidad;
ahora nada llevaría la confusión
y mucho menos el miedo,
porque mordido por alimañas sedantes
dormiría en el sueño de las gotas
que volvían desde enero y febrero
de mil novecientos noventa y cinco.

Ana: Plaza Houssay, Parque Chacabuco,
Lezama, francia y las guitarras,
los objetos maravillosos
cosidos con alpaca y parsec,
el universo entero se suicida,
la inmensidad se convierte en un punto
que concentra la suma del tiempo
para el sur,
para el viaje al sur, por fin, para el viaje
a dedo por una ruta tres imaginaria,
proyectada más allá de la Antártida,
donde caímos, mi amor, detrás del hielo,
en el polo que tragó nuestro romance completo,
y allí no sé bien en qué nos convertimos,
con cuerpo o sin cuerpo, da lo mismo,
porque fue hermoso rodar atómicamente
y no puedo sacar ninguna idea concreta,
salvo algunos sonidos quebrados por la paz,
que encienden mis juegos infantiles,
una memoria que estalla como la lluvia,
sumerge los kilómetros recorridos
de Villa Celina hasta Ushuaia,
mojando la historia humana como el fundente
a los metales en la terraza de Haedo,
y suelda las partes en el pozo austral,
cierra como la tierra las raíces,
como cierra los muertos
en los días comunes
cuando caen las raíces,
caen los muertos,
igual que ahora, que cae
mi pobre belleza, Juan Diego,
en aquel matrimonio con el fondo.





*****************************************************************************************
Anteriores (La música rota): 1-Matinal ; 2-Haedo; 3-Boedo; 4-Glaciares; 5-Pajarito; 6-Zorro colorado

sábado, agosto 12, 2006

Zorro colorado















6

El grupo planeaba seguir viaje
hacia El Chaltén. La última noche
cerca del Glaciar, junto al fuego,
les dije que me iba,
por más que en esa época los pies
nunca me llevaban a casa.

Los cambios bruscos de color
pasaban inadvertidos,
pero el menor ruido
resonaba más en el silencio.

Los ojos mostraban el veredicto de cada uno
de mis acompañantes. Si pudiera
señalar con los dedos de ambas manos
los días patéticos,
todos apuntarían a esa oscuridad de enero
en Santa Cruz.

El cuerpo devolvía movimientos
involuntarios, un efecto de contracturas
y taquicardia.

Dije sonidos desprolijos,
escamados de anécdotas incoherentes
que a nadie importaba.

Apenas se despidieron.

Decidí quedarme solo un día más
en el Parque, antes de volver
a Calafate y a Buenos Aires.
La inercia de las cosas
proyectaba una visión
de trenes rompiendo cuerpos
encima del Lago Argentino.

Había perdido, sino toda, en buena parte,
la noción de la ciudad.

Cuando estañar perfiles la tarde siguiente
caía, decidí buscar leña sobre la colina
para mi fuego.

Preñado por el desastre
ahora juntaba ramas,
piñas, y dudaba de todo,
paranoico, como si nunca hubiera existido
y todo fuera nuevo y digno de sospecha.

Pero, ¿una alucinación?, a veinte metros
caminaba un zorro colorado,
tranquilo, tan verdadero como increíble,
olfateando los árboles cuajados.

Nos miramos fijamente
durante tanto tiempo que nada,
ni siquiera la cresta del bosque,
se movió de su lugar.



************************************************************************
Anteriores (La música rota): 1-Matinal ; 2-Haedo; 3-Boedo; 4-Glaciares; 5-Pajarito

viernes, agosto 11, 2006

Objetos maravillosos 12 - Desenmascarada

























Ja! Miren que les digo a las clientas que tengan cuidado, que estos anillos las pueden sacar de sus cabales, pero no hay caso, eh, siempre pasa lo mismo: inmediatamente se vuelven adictas a los poderes afrodisíacos.
Vean las fotos. Con esa soldadora les sueldo los poderes; es una super soldadora "Flama", industria argentina. Aguante!


Objetos maravillosos - 11 --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

El rollinga se inventó en Piedrabuena

En El señor de abajo.

miércoles, agosto 09, 2006

Pajarito












5

¿Qué podía perder a esa altura del partido?

Por la intolerable, por la pieza
hundida en la zanja del modo
repetición de la imagen del sur,
¡nada!, ¡por el hastío!,
no podían sacar una gota siquiera
del pozo humano,
de la carne salada por el ojo de Boedo,
así que ojalé nomás al miedoso
y llené la mochila, ¡Ma sí!, ¡Nada!,
que el departamento se trague los barrios,
que por acá un farrandero
pedía al doble que lo autorice,
que en una de esas el bosque me pudría
y yo al final de cuentas me salvaba.

Compré los pasajes para la cárcel
itinerante junto a los sordos.

Nunca la realidad sería tan interior,
nunca el espacio tan perteneciente
al tiempo ni tangible como esos
días psicóticos lo cotidiano.

Cuando llegamos empecé a llorar
a escondidas: Negar los paseos,
callarme, estar solo en el bosque.

Se trata de no mirar
el Glaciar, no mirar la loma
de pasto amarillo,
no el caminito ascendente,
no salir de la carpa, no verte
por favor. —¿Qué le pasa
a Juan?
A mí me da miedo.
¿Vos qué pensás?
—A mí me da miedo.
¿Para qué vino?

Todos estaban enojados.

Culpa secreta, pajarito bordó,
tan terrible y tan lindo, vuelve,
se une a mi cuello,
lastima su gillette empicotada,
me arranca la piel.

Pajarito perverso, saca fotos, maquinita
espía de Ana, remite datos a la capital.

Juan degenerado repasa cumbres,
espía de Ana, escribe la patología
a la doctora muda como el hielo
brillante por la luz impuntual
de las estrellas patagónicas.

Juan pajarito de otro tiempo,
¿Qué me pedís? Decime qué
me pedís, que yo trato de hacer,
mezclar teclas para la masa
abrillantada del monitor, ¿qué?.

¡Hablá por Dios!, dale aire
a la foto y levantá la vista,
que te veo, puedo verte.

Pajarito de cara parecida,
dedicado al fogón y la madera,
creación deforme de las formas
que adopté cuando me fui
de Villa Celina, dale aire
a la foto bordó, respiremos.



***************************************************
Anteriores (La música rota): 1-Matinal ; 2-Haedo; 3-Boedo; 4-Glaciares

El señor de abajo

http://elseniordeabajo.blogspot.com/

martes, agosto 08, 2006

Glaciares



















4

Las caras que pasan caían conmigo
en el plano inclinado de la calle Veinticuatro
de Noviembre; agarrado del aire
le apretaba la mano a la mano mutilada
por los balancines del mecanismo dentado
de la angustia primero, de la apatía después,
una suerte gravitacional para el principiante
enamorado, que baja y baja, se compadece,
y deja que su compasión lo conmueva con relatos
del sur, del viaje, del dedo, de Ana,
y es cierto que me desmoroné
por los anillos del departamento,
pero el sol todavía estaba alto
en el escondite; en marzo lo habré pensado,
que si me pongo de pie y llego a la esquina,
el ciento veintiséis agarra derecho y me bajo
en la Facultad,
que si hago cola en la ventanilla
tarde o temprano van a devolverme el carnet
que llevan los estudiantes de Letras,
porque mucho se ha hecho,
pero más, mucho más, alcanzaré yo.

Acepté café, conversaciones y fiestas,
cursé materias y organicé a la gente
durante varios días hasta una tarde
que se acercaron para pedirme el teléfono
y llamarme a casa fuera de hora.

Yo contesté al adosamiento
aunque el vacilante y la medida
de un año largo abajo del tren
me despertaba desconfianza y reticencia,
pero dado que eran más amables conmigo
que la voz de Ana a cuentagotas,
les dije sí, dije sí, compañeros.

Cuando llegó el verano me propusieron
acompañarlos de campamento: otra vez
el sur, de nuevo el bosque. —No sé
si me conviene —pensé quedarme
en el cuarto negro.
—No digás pavadas, claro que sí,
te conviene venir,
es lo mejor para vos.

Cuando nos reunimos para elegir
el lugar, un voto masivo sobre el mapa
señaló el Parque Nacional Los Glaciares
y yo dije ni loco, me acuerdo de ella y sangro,
me pongo pálido, les digo no,
eh, por favor, vayamos a otro lado,
no me hagan esto, no puedo.

Pero ellos eran amigos de oídos sordos
y pulso colectivo, estudiantes de pie
en el centro del ambiente,
entonando su marcha contra mí:
“¡Los Glaciares, Los Glaciares!”
Y yo sentado en la sillita verde
contra la pared de la cocina
tenía que decidir cuanto antes
qué hacer, si volver o no volver.




















***************************************************
Anteriores (La música rota): 1-Matinal ; 2-Haedo; 3-Boedo

lunes, agosto 07, 2006

Boedo



















3

Sentado cerca de los rieles imagino la película
oyendo voces posteriores en los metales
en movimiento: un regodeo por la tristeza familiar
y la desesperación de ella.

Ana saltará las vallas y abrazará su Juan descuartizado
por las ruedas: los despojos esparcidos del romance perfecto.
La sangre y los cuerpos multiplicados de mi cuerpo
serán un cáliz en sus manos
para los pasajeros. Uno a uno
comulgarán nuestra historia en Haedo,
un poco en Morón,
un poco menos en Castelar.

Imagino el final como un conjuro a la desgracia:
nos veo en la felicidad restaurada, doméstica,
corriendo los muebles como por arte de magia
y barriendo el polvo que entró por la ventana
no sé de dónde.

A la noche subiremos la escalerita caracol
hasta la terraza, donde comimos pan dulce
y descubrimos al colibrí entre los árboles.

Pero campito distante el preámbulo cede
y el pasto se marchita detrás
de la cortina, se deshace el paisaje
porque surge ante mí la ciudad profunda,
indiferente, que ignora mis delirios
y apenas oye un chapoteo de rulemanes.

Entonces me apabulla el tren
que puede aplastarme, arrastrarme
las tripas por cientos de metros, y me espanto,
doy un paso atrás, y otro, uno más,
y qué vas a hacer ahora, decime qué,
caído, pálido, decímelo, agrietado, gritás,
llorás, la gente te ve, te caés y querés rezar,
te arrastrás como un loco sobre la basura,
Juan encadenado, afónico en el patetismo,
inventado para el piso,
no habrá salida ni gentilezas,
sólo tiempo, mucho tiempo
aferrado al dolor en el estómago,
al herpes en el ojo, a la alergia y el edema de glotis,
a la fobia y la taquicardia,
que el cuarto negro y chiquito te espera en Boedo,
limpiador de inodoros, allí comerás negrura,
comerás silencio y nada te alcanzará,
muerto de hambre;
ella no contestará tus llamados
y así volverás a la idea
junto al balcón y el vacío,
pero darás un paso atrás,
otra vez, y otro, uno más,
aunque te martillen la sien
te atarás a la pata de la cama
(Juan siempre atado tu cadáver tibio
que mira al sur, en un viaje al sur,
en un viaje a dedo) y mirarás las imágenes
del sur, del viaje al sur, del viaje a dedo;
porque la campanilla del teléfono está muda
como las fotos, porque los años
pasan contra el piso del departamento,
el sur,
el viaje al sur existe,
el viaje a dedo.



















************************************
Anteriores (La música rota): 1-Matinal ; 2-Haedo

domingo, agosto 06, 2006

Elecciones afectivas

Acá, las tres primeras partes de La música rota.

Gracias Alejandro Méndez.
Gracias Noelia Vera.

jueves, agosto 03, 2006

Haedo



















2

Ana cargó sus cosas y salió de la casa
cuando yo famélico a la música escapaba,
fascilante, estrechoso cuesta abajo
hacia Rivadavia y la vía del Sarmiento
a través de calles interiores, de veredas
que prenden las luces, que apagan las luces
en la romería y en el obbrutesco
de las facciones, campo inevitable, campo
irreparable; miren cómo el cuerpo
de repente se ha transformado
en una postura de ademanes paralizados.

Llegué caminante negro-blanco como este túnel,
ausente como un hombre de fotografía,
intermori, demori,
decedere, obire,
eppetere, perire,
interire uno dos uno dos contrario al flete,
dentral, roctúmbilo de una mañana con sol blanco
en el conurbano residencial,
mientras enanizaba el día.

Esto no lo sabe nadie:
Me senté en el piso
al lado de la vía, dos cuadras
pasando la estación Haedo.

Pensé, con la salina y el ojo
hinchado, acaso dormir, por qué no,
la música permanente, apoyado
junto a mis solsticios treparía árboles
debajo del tren, y no importarían las caras
ofuscadas acá, burlonas allá, de los pasajeros,
de los policías y los bomberos que me rodearían,
porque puertal me acunaría lentamente
sobre la hemorragia acolchonada y el hormigueo,
adormilado y cubierto por el canto rodado,
entre durmientes dobre t de acero,
veloz en un flete que desbarranca
en el precipicio de nuestras imágenes
del sur, del viaje al sur, del viaje a dedo.



















************************************
Anteriores (La música rota): 1-Matinal

Pandora


















Mi página favorita en estos días.

http://www.pandora.com/

(gracias Maru!)