miércoles, enero 18, 2006

Fabio Leguizamón (2 de 3)

continúa...
(ver anterior)

"Lo conocí camino a Salta, en el paso del río Pasaje, una tarde de febrero del año 1813. Aquellos días el agua del Pasaje estaba muy crecida, así que tuvimos que construir balsas para poder vadearlo, pero no fue tarea fácil, se puede imaginar, porque éramos más de tres mil hombres en el ejército del Norte. El tercer día el río estaba más turbulento, las corrientes se arremolinaban en el medio y la balsa que me llevaba se zarandeaba para todos lados. En un momento, cuando faltaban pocos metros para llegar a la orilla de enfrente, la soga que nos tiraba y que ya estaba muy gastada de tantos viajes se chingó y terminó por cortarse. Quedamos atados solamente a la orilla de salida, con otra soga que también iba a ceder en cualquier momento. El río estaba más revuelto que nido de caranchos. Nuestra embarcación dibujó un gran arco sobre el agua y la corriente nos devolvió a toda velocidad a la orilla donde partimos, pero a doscientos metros más abajo. Por suerte la única soga que nos quedaba aguantó. Casi llegando, perdí el equilibrio y caí al agua. Instantáneamente empecé a hundirme, porque no sé nadar.
Me ahogaba. Traté de flotar moviendo los brazos pero estaba tan fiero del susto que lo único que logré fue irme más abajo. Parecía una pulga en una tapera. No había caso. Para colmo, el agua empezó a arrastrarme. Me sentía cansado; las piernas como dormidas. Ya está Mariano, pensé, quién te vido y quién te ve, hasta acá llegaste hermano. Pero el Taita se acordó de mí. Una mano me agarró de los pelos y me sacó. Me tiraron en el pedregal y trataron de revivirme, golpeándome el pecho para que escupa el agua. Gracias a Dios lo consiguieron, pero seguía medio aturdido. Veía luces por todos lados. Después empecé a ver una cara, cada vez con más claridad: era la del cristiano que me había salvado la vida.
Una vez que todo el ejército cruzó el río, nos ordenaron avanzar hasta esa quebrada que llaman Lagunillas y que queda a tres leguas de la ciudad de Salta. Yo andaba distraído, pensando mucho y bastante julepeado. Y con un agradecimiento muy grande hacia ese hombre desconocido que me ayudó. Le pregunté si podía cabalgar junto a él y no tuvo problemas. Llevaba puesto el uniforme regular, montaba un alazán tostado.
—¿Cómo se llama usted?
—Fabio Leguizamón.
Iba serio, y cuando se dirigía a mí lo hacía con amabilidad pero también distancia. Yo seguía mareado. No sé si estaba o no estaba. Era muy extraño. Sentía como si todas las cosas fueran espejismos, como si el mismo Leguizamón o el general Belgrano que cabalgaba adelante lo fueran, como si el mundo se hubiera convertido en la imagen de un cuadro, un lugar que está pero que no existe, que capaz existió pero que ya no existe. ¿Qué hacía ahí? En una de esas me había ahogado y ahora estaba muerto. ¿Por qué no? El polvo que levantaban los caballos me adormecía y yo no me sentía a mí mismo. ¿Eso era estar muerto?
—¿Se siente bien? —Me preguntó Leguizamón.
Supongo que me desmayé, aunque seguía mirando más allá, en la nube de tierra que ahora se abría despacio hacia el campo, que parecía tragarme. Y yo no podía hacer otra cosa más que meterme ahí con los ojos, como si estuviera obligado a mirar.
Cuando me desperté era de noche. Estaba acostado cerca del fuego. No sé quién me cargó hasta ahí, pero imagino que fue Leguizamón. Él estaba apoyado sobre un árbol. Me acerqué y lo saludé.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
En el uniforme llevaba cosida una condecoración que antes no había visto. Era un escudo de paño bordado con letras de oro. Tenía una inscripción que decía: La patria a su defensor en Tucumán."
En ese momento entró una persona en la casa Basterreix y Corvalán interrumpió el relato. Me lo presentó simplemente como "el puestero". También era un hombre entrado en años. Traía una pava. Fue a la mesa y agarró el mate. Después, sin decir una palabra, se sentó cerca nuestro.
—¿Quiere mate? —Me preguntó Corvalán.
—Bueno.
El puestero empezó a cebar. Corvalán me dijo:
—Le sigo contando.
"Resulta que cuatro meses antes, a los primeros estampidos de la batalla de Tucumán, el caballo de Belgrano, un rosillo muy manso, se encabritó, y como el general no era buen jinete cayó por tierra. Después de un movimiento confuso el general quedó atrapado entre varios soldados realistas y casi lo toman prisionero, pero un hombre apareció de la nada. Imagínese quién. Era su abuelo. Y logró salvarlo nomás, aunque eso le costó varios sablazos en los brazos y en la espalda. Quedó maltrecho un par de meses. De esto me enteré tiempo después.
Pero volviendo atrás, estábamos con Fabio junto al fuego. Tomamos mate durante un rato y apenas hablamos. La verdad es que no se me ocurrían temas para la charla y él estaba silencioso como siempre, sólo me contestaba cuando le preguntaba algo. Finalmente, me quedé dormido.
A la mañana siguiente...
(continuará)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mejor que mañana pongas la tercera parte o me lleves en papel la tercera parte...

Ya es la tercera o cuarta vez que leo que Belgrano era un nabo como jinete... ¡eso sí es loco!

Martín H dijo...

excelente!

saludos
m

Juan Dé dijo...

Funes, ahí puse la tercera parte. Un abrazo.

Martín, gracias, pronto agrego un link a tu blog.