martes, enero 31, 2006

Rexistencia 23 - La última de Totó el oxidado

Totó el oxidado sigue con nosotros, todavía no pudimos ubicarlo. Parece que va a ser un perro grande. Ya pesa 12 kilos. Está muy lindo. Es atigrado -como algunos Boxer o Pitbull. Tiene orejas gigantes. Acostumbra tener una levantada y la otra caída. Es muy pero muy quilombero. A Ayax lo vuelve loco, pero igual se re quieren. Son amigos, juegan todo el día.

Ayer, dejé el lavarropas andando (estoy obsesionado en bajar la pila de ropa sucia del tacho, y lo estoy logrando!) y me fui a mi pequeño cuartito blanco a diseñar. Puse música bastante alta. Cuando escribo o diseño, entro al éxtasis del cuartito blanco con música y me olvido del mundo.

Habrán pasado cuarenta minutos. ¡La ropa! Fui a ver qué onda la ropa. Entré a la cocina, ¿pero qué es esto?: Totó flotaba en medio de una laguna descomunal en un disco de plástico que le regalé. ¿Pero qué pasó? Totó me miraba con su clásica caripela de yo no fui. Pero fue. Se ve que agarró la manguera de la descarga (hace días que la muerde) y la sacó de la rejilla. La apuntó exactamente hacia la cocina. Para colmo, el lavarropas -que ya no quiere más- se traba a cada rato. Y esta vez se trabó en la descarga. Es decir, estuvo saliendo agua a chorros durante mínimo, no sé, 25, 30 minutos.

Pero la cosa no termina en la indundación de mi casa (cocina, patio y un poco de Living).

Tocaron el timbre. Era una vecina alarmada. Estaba con un balde y un secador: se había inundado todo el pasillo. Nooooo! -me quería matar. No sólo el pasillo. El agua hizo cataratas por la escalera (yo vivo en el primer piso) y llegó hasta abajo, inundando el hall de Planta Baja. Llegaron más vecinos, con miradas acusadoras. Les dije que hubo un accidente con el lavarropas, que se había roto la manguera y que yo estaba en el fondo. De Totó no les dije nada.

Limpiamos y limpiamos y después de limpiar el edificio durante un buen rato, volví a mi casa para secarla. Antes de entrar, me llamó una mina que había bajado del segundo. Tená un celular en la mano. El administrador estaba en línea!. Me preguntaba si ya estaba todo resuelto, si tenían que mandar gente para ayudar. La mina me miraba tan acusadora como el resto de los vecinos, que, poco a poco, volvían a sus casas, trapos en mano.

Entré. La laguna de la cocina tenía olitas. A Totó lo quería matar, aunque al mismo tiempo me daba mucha risa pensar que un ser tan pequeño fuera capaz de armar tanto quilombo. ¿Pero dónde estaba el muñeco? Antes de salir a limpiar en el pasillo, lo había encerrado en el balcón. Pero ahora no estaba. ¿Se quiso suicidar y se tiró a la calle? Pobre, capaz que se sentía culpable, ¿no? No. El guachito había levantado la persiana (cerrada!) de mi pieza (mirá la fuerza que tiene!) y estaba tirado muy pancho en mi cama.
Rexistencia 22 --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

lunes, enero 30, 2006

Kondoh Akino - Densha

Desorden arial

Se puede ver a un hombre alimentándose de otro hombre más pequeño, se pueden ver despojos a su alrededor, cerca un riachuelo, lejos un cielo gris que parece pintado con lápiz. Se pueden ver dos manchas oscuras en la cara del antropófago: bóvedas negras ganadas al hueso donde los ojos parecen flotar como estrellas muertas en un cielo podrido, como ojos de pescado muerto. Se podría ver una tercera persona, tan descarnada como los otros, pero allí la imagen está cubierta por pastos muy altos. El hombre pequeño no tiene fuerzas. El antropófago le raspa la cabeza con los dientes y con este método lo va despellejando hasta que el cráneo queda completamente al aire. Hoy en Primera Junta una señora fue atropellada. Yo pasaba por ahí y me acerqué para ayudar. Primero busqué un policía a la redonda, a la vereda de enfrente cerca del subte, pero no lo encontré. Mientras tanto, el aire incendiario me carcomía el cuerpo, que transpiraba la ser citrus finamente gasificada que había tomado antes de salir. Volví junto a la señora tirada en la calle. Me encargué de ordenar el tránsito. Mi objetivo era proteger las piernas inmóviles de la señora frente a los colectivos que pasaban a todo lo que da. Hacía señas con la mano pidiendo que aminoren la marcha. Me empezaron a hacer caso. La gente miraba por las ventanillas. Esa ambulancia del PAMI llegó rapidísimo. Qué bien. La levantaron. La llevaron. Creo que al final no estaba tan mal. Nunca se sabe. Después, en un cine de Caballito, se cortó la película que estábamos viendo. La gente se puso nerviosa. Hace tiempo, cuando estuve en Puerto Madryn, acampé atrás de una estación de servicios, sobre la ruta 3. Se llamaba El Tenaz. La primera noche me despertaron unas linternas y unas voces. Era la policía. Me palparon de arriba a abajo y después se fueron. Entonces volví a la carpa y al sueño, aunque el viento que había ahí te volaba, así que tuve que salir otra vez y atar los vientos de la carpa a un alambrado que estaba cerca. Volví a dormir. El piso no era tan duro como el de Caleta Olivia, 20 días después.

Asko Künnap

viernes, enero 27, 2006

Objetos maravillosos 5 – Levante con muletillas

Piel de oro, rojo enfermo,
el amor ambidiestro,
de la luz hacia lo oscuro
magia veneno...
Vuelto otro alter ego
el costado siniestro,
de la luz hacia lo oscuro
magia veneno...

Catupecu Machu








Me acerco a tres chicas en un bar de Palermo.

—Hola. ¿Quieren ver los mejores anillos?
—Bueno, si son los mejores.
—Gracias. Pueden probarse, están ansiosos de abrazar a sus dedos.
—Jaja.
—Agrego los mejores aros. En este caso, quieren balancearse en sus orejas.
—Jaja.
—Manéjenlos con cuidado porque tienen inmensos poderes afrodisíacos.
—Guaauuu!!! ¿Y funcionan con vos? —me dice una morocha, mientras se pone un anillo grande con piedras blancas.
(criiiiiiiiiiiiiiiii)
—Esteeee, sí, no me apuntes que me está dando palpitaciones.
—Jajaja, pero este chico además de vendedor es poeta.
—Sólo cuando tengo a las musas cerca, que me inspiran.
—Jajaja, ¿cómo te llamás?
—Juan, ¿y vos?
—Lucía.
—Encantado.
—Igualmente.
—¿Y ustedes cómo se llaman?
—Sol.
—Mariana.
—Ok. Un gusto.
Ahora Lucía se prueba un anillo azul.
—Ojo, que ese es muy poderoso, se llama Eleva tu glamour hasta las nubes. Todos tienen nombres.
—¿Sí? ¿Y este aro cómo se llama?
El péndulo de la lujuria.
—¿Y este anillo?
—La gota que rabalsa el vaso.
—¿Y este rojo?
Brillitos embriagadores, y no tengo adjetivos para describir lo bien que te queda.
—A todas les decís lo mismo —me dice Mariana—, vos ya me vendiste.
—Bueno, tengo muletillas, pero también soy capaz de decir otras cosas.
—El anillo que te compré se me rompió.
—Y... lo que pasa es que a veces el poder afrodisíaco es tan fuerte que el anillo explota.
Las tres se ríen. Lucía me dice:
—Me llevo éste —y me muestra el anillo Brillitos embriagadores.
—¿El tamaño va bien?
—Me queda un poco grande.
—Dame que lo achico. Igual tienen un sistema revolucionario de regulación.
—Jajaja.
Achico el anillo, le tomo la mano y le pregunto en qué dedo. Me dice que en el anular.
—Ja, se van a casar —dice Sol.
—Sí, ¿no querés casarnos vos? Cuando se lo ponga, tenés que decir "Puede besar a la novia".
—Bueno.
Lucía no dice nada. Le pongo el anillo y espero que la amiga diga lo suyo.
—Puede besar a la novia.
—Me acerco a Lucía y le doy un beso en la boca.
Las amigas aplauden. La gente que está sentada alrededor nos mira.
—Deseo fervientemente que me des tu teléfono.
—Bueno.
Me lo anota y me despido, sin darle ningún beso, ya que otro beso en la boca sería demasiado meloso, y uno en la mejilla después del otro no da ni a palos.
—Chau.
—Chau.

Objetos maravillosos - 4 ------------------------------------------------------------------------------------------------

jueves, enero 26, 2006

Rexistencia 22 - Casa nublada

Hogar del sol naciente, sol que ya no está, un sol que ya no alumbrará, no, no alumbrará.
Sandro y los de fuego
Ayer fui a Villa Celina para ayudar en la mudanza de mi hermana María Laura. Ella se casó hace un par de años y estaba viviendo con su marido Franco y sus dos hijos, Máximo y Valentina, en la casa de mis viejos. Ahorraron, pidieron un crédito, se endeudaron con medio mundo y ahora consiguieron un departamento barato que estaba en juicio. Son edificios de tres pisos que están en una parte bastante linda de Celina. Alrededor hay casitas bajas y parques arbolados. Los potreros que empezaban cerca de ahí y que se alargaban hasta el campito donde jugábamos a la pelota y continuaban después de la calle muerta, prácticamente desaparecieron. Está casi todo edificado. No me gusta nada. No reconozco a Celina sin potreros. Por suerte, vi que la Sociedad de Fomento aún conserva buenas parcelas de verde, con las tradicionales canchas aún intactas.
Trabajamos durante la tarde. Se complicaba porque había que subir todo por la escalera. El edificio no tiene ascensores. La casa de mi hermana está en el segundo. Las escaleras son medio angostas y las cosas grandes se trababan en las esquinas. Por suerte, había descansos. Mi viejo laburó un montón. Tiene más de 60 y tiene el doble de fuerza que yo.
Después de unas cuantas horas, me fui con mi papá a la casa de mi familia. En la reja del porche, duele, hay un cartel de venta, nublando los brillos que todavía reflejan las baldosas. Lo que pasa que ahora mis viejos están solos con mi hermana más chica, María Cecilia, que en cualquier momento también se va. La casa les queda muy grande. Quieren irse a algún departamento cerca del club Banco Hipotecario, también en Villa Celina. La casa, mi casa, que ahora se pone en venta, fue construida por mis abuelos sicilianos, Lucía y José, hace más de 50 años. Allí vivieron con sus hijos: mi papá y mis dos tíos. Después vinimos nosotros, la generación siguiente. Los que nos siguen, Maxi, Valentina, jugarán en otro patio, en otra terraza.
Cuando el día era una transición a la noche, me fui. En la esquina de Giribone me lo encontré al cabezón Adrián, uno de mis amigos más antiguos, de la infancia.
Hace un par de días María Laura me había contado que el cabezón usurpó la casa que está al lado, abandonada y en sucesión desde la muerte del viejo don Martín. Resulta que Adrián se separó y que además se peleó con la familia (viven a la vuelta de mi casa) hace como tres meses. Estaba viviendo en la calle. Ayer, cuando lo encontré, me contó más cosas. Me dijo que está de paso, que su idea es irse a vivir a Capilla del Monte.
El cabezón Adrián tiene una vida bastante movida. Su relación con las drogas fue muy fuerte casi toda su vida. Ahora lo vi bien, aunque un poco cansado. Su cara luce algunas cicatrices, se destaca una en la parte superior de la nariz. Son marcas de viejas peleas, como aquella famosa entre Celina y Piedrabuena, cuando el cabezón quedó sólo entre las filas rivales. Estuvo internado mucho tiempo después de aquella golpiza.
Apenas lo vi, le pregunté si tenía algo que hacer y me respondió que no. Entonces le pedí que me acompañara a la parada del 86, 86 por Laguna.
Te voy a contar algo, le dije. Yo escribo cuentos desde hace tiempo, publico en revistas y seguramente va a salir algo en el algún librito este año. Ya me enteré, me contestó, me contó Fabián. Bueno, le dije, te quería decir que vos sos un personaje central, que aparecés en varias historias, como la del hombre gato -"ja, te acordás?", me interrumpió-, en una que escribí sobre las figuritas, en otra sobre el Túnel de los nazis, y en varias más. Los ojos del cabezón son de una claridad fuertísima. Eso siempre le dio mucho éxito con las minas. Mientras le contaba, sus ojos se zarpaban de celestes, de verde claro. ¿Te acordás la vez que explotaron los calefones?, le pregunté. Siiiiiií, se le iluminaba la cara. Esa también la escribí. Y una sobre el malasuerte. Uh, me dijo, siempre me lo cruzo en Lugano. Cuidado, le advertí. Nos reímos. Por supuesto, hay una sobre Tino. Y, no podía faltar, me dijo. Sí, le respondí, está incluida la patada que Tino le dio a tu hermano Amadito. Hay otra, le comenté entusiasmado, de aquella vez cuando me disfrazé de rey mago, no sé si te acordás... ¿Cómo no me voy a acordar?, me contestó, cuando entraste con los carros del escobita a las Achiras. Sí, esa.
En la parada del 86 nos encontramos a Pelvis, otro pibe que hacía mil años que no veía. Ah, bueno, dijo cuando me vio, estamos todos. Nos pasamos teléfonos, mails y finalmente me tomé el bondi para Flores. Me senté atrás de todo y abrí bien la ventanilla.
El sábado voy a volver, porque van a bautizar a mi sobrina Valentina en la Parroquia.
Rexistencia 21 ----------------------------------------------------------------------------------------------------------

martes, enero 24, 2006

Chilavert

4 de febrero
Abarra Chilavert y es él mismo, a cara de perro ennaftado, no una bala, no una ráfaga incendiaria o de plomo, sino propia-
mente un cascote arrancado de la calle.
El proyectil más sencillo de la artillería, de tosca, de carbón, de asfalto, golpea en vano al blindado, que ya atravesó el potrero, que ya superó la barricada de neumáticos y que ahora avanza a la bartola sobre las casillas.
El primer objetivo es la casa de Chilavert. A cobrar los giles, todos atrás del basural, carroñeros de mierda, que el rancho se parte (definitivamente).
El mundo explota en mil pedazos. Las esquirlas, antes domésticas, ahora poéticas, se desgranan en el aire.
Ollas, ladrillos huecos, chapas, sillas, ropa, platos, parecen brillitos flotantes de la siesta, detenidos allí, a media altura, para la contemplación de la gente reunida.
Chilavert se resiste y tira más piedrazos a diestra y siniestra, pero finalmente lo capturan.
Lo llevan aparte y le dicen que se ponga de espaldas.
—No, señores, si me la dan que me la den de frente, acá, en el medio del pecho.
—De espaldas, perro, date vuelta.
—No, señores, de espaldas van los traidores, yo no.
Luchan y a Chilavert le destrozan el cráneo.
Chilavert en el piso, casi sin fuerzas, hace ademanes señalándose el pecho.
Le dan un tiro de gracia.
Las ollas, la ropa, los platos reflejan la luz de la siesta y Chilavert, atigrado de brillitos, agoniza en el barro. Mira las golondrinas que vuelan al norte y las ve violetas. La sombra de un árbol le aplasta las piernas. Cerca escucha el crujir de las piedras de tosca, de carbón, de asfalto, expuestas al calor del verano y le parece que la muerte es algo imposible, una especie de cuento. Horizontal sobre la gran esfera, Chilavert recuerda el nombre de sus compañeros y piensa, afiebrado, que sus caras desfilan entre las luces. Habla con ellos y les cuenta cosas. Pero sólo le devuelven silencio y ahora su charla es un monólogo lento. De pronto, el cielo se torna gris, gris oscuro y después negro y en el horizonte los pájaros desaparecen y los brillitos se apagan.
Lo rodean. El rigor mortis es tan fuerte que no le pueden despegar la mano del pecho.
Después de tres días lo entregan a la familia. Ahora el cuerpo de Chilavert está blando y en descomposición.

lunes, enero 23, 2006

Cinco canteros

En el balcón tengo cinco canteros. Todos los preparé yo. Uno tiene clima de playa, con pequeñas elevaciones que parecen dunas. Están salpicadas por arbustos de hoja dura y finita. El mar debe estar cerca. Puedo olerlo. Me imagino barrenando bien adentro, en un océano agitadísimo. De Claromecó, Las Grutas o Mar azul. Otro cantero tiene arbolitos. Son orgullosos y bastante clásicos. Los tronquitos sin hojas, las copas enramadas hacia el cielo. Parecen árboles frutales. Deben ser de Río Negro o Neuquén. En Zapala conocí a un cacique mapuche. En Aluminé, lleno de colores, los gitanos quisieron leerme la mano. No, gracias. Llegué justo el día de la fiesta del pueblo. Había gauchos por todos lados. Aluminé significa "pozo reluciente". Las empanadas valían cincuenta centavos y eran gigantes. Otro cantero, el del medio, es lejos el más frondoso. Tiene una planta selvática inmensa, llena de flores durante todo el año. Chupa más agua que una esponja. Si no le pongo, se arruga toda. Pero revive enseguida. Es muy fuerte. Siempre le encuentro cositas muy raras entre las hojas y sobre la tierra que la rodea. Son pedacitos muy chiquitos de metal, color rojo y negro. Capaz que vienen volando de algún lado. Aunque no entiendo por qué sólo van a parar a ese cantero. Para mí que adentro hay una guerra. Por el clima tropical, puede ser Vietnam. Tiran bombas de napalm. Los vietnamitas están escondidos abajo de la tierra. El cuarto cantero es un desierto. Tiene nada más que un cactus, que me regaló mi viejo. Si ahí se pelea, lo hacen mis soldaditos: tropas del África Korps, con Rommel a la cabeza, luchando palmo a palmo por el control del cactus, contra las fuerzas aliadas comandadas por Montgomery. El quinto cantero se está convirtiendo en uno de mis favoritos. Sufrió muchas modificaciones desde que apareció por primera vez en el balcón, bien en la punta, al lado del convento y enfrente del supermercado de los chinos. La tierra se le fue ennegreciendo con el tiempo. Hoy sus plantas son casi todas silvestres. Semillas que vinieron volando y crecieron allí. Hay una buena variedad de especies: campanitas que habrán llegado de la vía del Sarmiento, acá a dos cuadras, plantas de hojas redondas muy verdes, arbustitos exóticos con flores que parecen plumas, enredaderas que trepan la reja del balcón, plantas de hojas anaranjadas y algunos yuyos más que interesantes. Este cantero es el más lindo. Un edén. A Eva ya la conocí, hace tiempo, en un baile de la 137. Era una versión alta, de labios carnosos. La manzana que me dio a probar estaba roja, bien roja, roja la terrible, roja como la boca de aquella noche, roja en la pared la planta carnívora tiraba cabezazos y me tragó la boca, la cara, me masticó el cuello, me incrustó los maxilares vegetales para envenarme, me puso rabioso y con la piel de gallina, malvón colorado, cada vez más enrojecida su imagen el semen parece sangre.

viernes, enero 20, 2006

Ofelia de metales

En la famosa pintura de Millais, se puede ver a Ofelia muerta flotando en el agua con flores en la mano. Yo conocí una Ofelia, pero en la mano siempre llevaba metales. Me parecía un nombre raro, Offffeliia, como de vieja. Capaz me parecía eso porque justamente ésta era muy vieja. Tenía un galpón donde compraban y vendían cobre, bronce, plomo, aluminio, etc. Era la mamá de Tucho, un amigo nuestro al que todos tenían de punto. Cuando íbamos a la calle muerta, Tucho decía que le daba miedo, que sus hermanos le habían contado que en ese lugar había lobizones. Qué pescado que sos, Tucho, le decíamos, los lobizones no existen, gilún, gil de goma, gil de lechería. Una vez lo atamos a un poste de luz y lo dejamos solo. Gritaba como loco. Parecía que aullaba. Ahora los lobizones existían. Mis metales favoritos son el cobre y la alpaca. El cobre porque siempre me gustó la electricidad. Una vez hice una instalación trifásica, en el secundario. Fuerza motriz. Yo estudié en un colegio industrial. Industrial, colegio de varones, industrial, colegio sin igual, industrial, no entran mariquitas ni nenitos de mamita como en el comercial. Apenas entré, algunos cantaban eso. A mí me intimidaba, me metía presión. Hasta segundo año anduve tímido y por eso me comí un par de inusticias y hasta alguna paliza. No sé qué me pasaba. No reaccionaba. Pero cuando empezó tercer año fui decidido a hacerme valer. El primer día un pibe me bardeó delante de todos. Sin preámbulo de ninguna clase le pegué una piña en la cara. Calladito salame, le dije. El chabón se cagó todo y a partir de ese día mis compañeros me respetaron. La alpaca me gusta porque mucho tiempo después decidí hacer objetos maravillosos, artesanales, de alambre 1,25 blando, o 0,6 semiduro, para ganarme la vida. Por otra parte, mi viejo trabajó con metales durante años. Es tornero y la tiene muy clara. Cuando cumplí diez me regaló un ancla de bronce. La hizo él. Todavía la tengo. En aquella época la mayor parte de los medidores de gas que se robaban iban a parar al galpón de la Ofelia, una doña que, a diferencia de su hijo Tucho y de la mina que flota en el cuadro, era muy viva. Me parece que después terminó en la cárcel de Ezeiza. Bueno, tan viva no era entonces. No sé. La carcasa del medidor de gas era de aluminio. A la mamá de Laurita ya se lo habían robado, igual que al gallego de la esquina. En la tele también hablaban de eso. Me llamaba la atención una de las palabras que usaban: "ola". Decían "ola de robos". Algún diario habrá publicado esta noticia: "Los árboles están tan frondosos que tapan las luminarias y provocan que esto se convierta en una boca de lobo propicia para todo tipo de ilícitos, como la ola de robos de medidores de gas, tendidos telefónicos, rejillas de bocas de tormenta, porteros, picaportes, etc., que últimamente padece la población". Los vecinos estaban paranoicos. Los herreros consiguieron buenos laburos haciendo rejitas sobre los medidores. En mi casa la hicimos nosotros. Un tarde mi papá cayó con una soldadora que le prestaron en la fábrica. Me dejó soldar un par de barrotes. Al otro día me agarró arena en los ojos. Me dijeron que no me asuste, que a veces pasaba, pero que no me refriegue. Una semana después de que soldamos la rejita, subí a la terraza a descolgar la ropa. Fue una mañana. Había pasado algo: estaba todo inundado. Llamé a mis viejos y subieron a ver. Mi abuelo también subió. Habían serruchado el caño de plomo que iba al tanque de agua. Yo hice muchas preguntas. Estaba como fascinado: era la primera vez que nos robaban. Va, no sé si era la primera vez que "nos", pero era la primera que "me". Por suerte no me afanaron muchas veces más. Toco madera. Cuando era más grande, en la cancha de Velez, unos guachos trataron de manotearme el gorrito de Boca. Tironearon y tironearon, pero me aferré tanto que no lo consiguieron. Una vez fui a tomar la leche a lo de Tucho. Ofelia nos dio unos scones que hacía ella. Estaban buenísimos.

jueves, enero 19, 2006

Fabio Leguizamón (3 de 3)

continúa...
(ver anterior)

A la mañana siguiente, Leguizamón no estaba. Lo busqué durante todo el día, pregunté a algunos soldados si lo habían visto, pero nadie sabía nada, se lo había tragado la tierra.
—¿Alguien vio a Fabio Leguizamón? ¿Saben dónde está?.
Pasaron días, pasaron semanas, pasaron meses sin saber nada de su suerte, pasó Salta, Vilcapujio y Ayohuma, siempre peleando, acá y allá, desparramados como hormiguero pateado. Traté de buscar motivos que expliquen su ausencia, razones que lo favorecieran, pero fui llegando a una triste conclusión: ese hombre heroico que había salvado a Belgrano, que me había rescatado en el Pasaje, ese criollo condecorado ahora mostraba la hilacha más fiera: se había convertido en un desertor.
Estaba triste, pero seguía metido en la rutina de la campaña, sangre y transpiración, hombres y caballos, espadas y fusiles, cuando una noche que parecía cualquiera, la más inesperada, Fabio volvió. Apareció de la nada como de costumbre. Venía manso como un trébol de olor. Llevaba puesto el uniforme de siempre, el escudo cosido en el saco y el sable apenas asomando de la vaina.
Al principio me quedé duro. Él me saludó primero.
—¿Cómo anda Mariano?
—¡Resucitado!, ¿se puede saber dónde carajo se había metido?
—Acá, allá...
En ese momento, mientras nos mirábamos fijo, un coracero se acercó hasta nosotros y dirigiéndose a su abuelo le dijo:
—Muchas gracias señor por salvarme la vida.
Leguizamón asintió con la cabeza. En cuanto a mí, debe imaginarse, el asunto me llamó bastante la atención. Pregunté cómo había sido, pero ellos, guardando silencio, me dieron a entender una especie de intimidad. Lo acepté enseguida, porque ya había pasado por eso y sabía muy bien de las sensaciones que a uno le agarra, la cosa espiritual por decirlo más claramente, con alguien que te ha salvado la vida. No se lo puedo explicar bien, hay cosas que son muy difíciles para las palabras.
Nos sentamos cerca del fogón, igual que la última vez que estuvimos juntos. Charlamos y cambiamos opiniones sobre la guerra. Me sorprendió que no supiera la nueva noticia que estaba en boca de todos. Me refiero al reemplazo del señor brigadier general por un tal coronel San Martín que llegaba con un cuerpo de granaderos.
La noche se cerraba sobre nosotros, pero el fuego cortaba en dos la oscuridad.
En el medio de la charla, nuevamente, sucedió algo insólito: un soldado al que yo conocía bien, su nombre era Ramírez, se acercó hasta nosotros, y tomando las manos del señor Leguizamón le dijo, con voz emocionada:
—Muchas gracias, jamás lo olvidaré.
Me quedé paralizado.
—Gracias —la seguía Ramírez.
—¿A qué se refiere? —le pregunté a este último.
—El señor Leguizamón, que Dios lo tenga en cuenta, salvó mi vida en Ayohuma, cuando yo y otros tres dragones quedamos atrapados en medio de los infantes enemigos.
Enseguida Ramírez se retiró respetuosamente, pero repitiendo sin cesar:
—Gracias, muchas gracias.
Estaba confundido. Ahora todo me llenaba de desconfianza.
La noche venía cada vez más y yo me estaba quedando dormido, así que lo saludé y me acosté a pocos metros de él, que se quedaría un rato más cerca del fogón. Me acuerdo de su estampa, iluminada por partecitas según los lengüetazos que el fuego iba tirando y cortada por mis ojos que se abrían y cerraban a la par del sueño pesado que me había agarrado y que me tumbaba, despacio. Lo último que me llegó de esa noche fueron las voces interminables que, una a una, desfilaban cerca de mí, repitiendo:
—Gracias, gracias.
Después de unas horas se hizo de día y me desperté. Había pasado algo curioso. A mi alrededor había cientos y cientos de langostas muertas. Me dijeron que a la noche pasó una plaga, que si me había enterado.
—No, no me enteré, estaba completamente dormido.
—Sí, pasó a mitad de la noche. Qué raro que no se despertó porque hubo un revuelo bárbaro, los caballos se espantaron...
Me acordé de Leguizamón. ¿Adónde estaba? ¿Se había ido otra vez? Buscarlo era inútil..."
Los truenos que llegaban desde afuera tapaban la voz de Corvalán. El interior de la casa Basterreix estaba prácticamente a oscuras. Quedamos en silencio, si se puede llamar silencio a un día tan tormentoso.
Alguien me vino a buscar: la diligencia estaba preparada para partir.
Me despedí de Corvalán con un fuerte apretón de manos. La sensación que predominaba en mí era el agradecimiento.
Nunca más volví a verlo o a saber noticia de él.
Cuando llegué a Buenos Aires, empecé a investigar. Pregunté a mis familiares y obtuve permisos para consultar documentos.
"A los primeros estampidos el caballo de Belgrano, "un rosillo muy manso", se encabritó, y como el general no era buen jinete cayó por tierra. Fue tenido por signo de mal agüero, y bajo esta impresión se inició la lucha."
"A mitad de la batalla ocurrió de pronto algo que nunca habían visto los soldados enemigos del Alto Perú, y que, por lo mismo, contribuyó a desbandarlos y a llevarles el pánico. Fue un gran ventarrón, que llegó desatado y furioso del sur. El ruido horrísono que hacía el viento en los bosques de la sierra y en los montes y árboles inmediatos, la densa nube de polvo y una manga de langostas, que arrastraba, cubriendo el cielo y oscureciendo el día, daban a la escena un aspecto terrorífico".
"V. F. López llama peyorativamente a Tucumán "la más criolla de cuantas batallas se han dado en territorio argentino". Es exactísimo: faltó prudencia, previsión, disciplina, orden y no se supieron aprovechar las ventajas; pero en cambio hubo coraje, arrogancia, viveza, generosidad... y se ganó."
"Fabio Leguizamón murió en la batalla de Tucumán el 24 de septiembre de 1812. Recibió una condecoración, que fue sepultada junto a su cuerpo: un escudo de paño bordado con letras de oro."

miércoles, enero 18, 2006

Fabio Leguizamón (2 de 3)

continúa...
(ver anterior)

"Lo conocí camino a Salta, en el paso del río Pasaje, una tarde de febrero del año 1813. Aquellos días el agua del Pasaje estaba muy crecida, así que tuvimos que construir balsas para poder vadearlo, pero no fue tarea fácil, se puede imaginar, porque éramos más de tres mil hombres en el ejército del Norte. El tercer día el río estaba más turbulento, las corrientes se arremolinaban en el medio y la balsa que me llevaba se zarandeaba para todos lados. En un momento, cuando faltaban pocos metros para llegar a la orilla de enfrente, la soga que nos tiraba y que ya estaba muy gastada de tantos viajes se chingó y terminó por cortarse. Quedamos atados solamente a la orilla de salida, con otra soga que también iba a ceder en cualquier momento. El río estaba más revuelto que nido de caranchos. Nuestra embarcación dibujó un gran arco sobre el agua y la corriente nos devolvió a toda velocidad a la orilla donde partimos, pero a doscientos metros más abajo. Por suerte la única soga que nos quedaba aguantó. Casi llegando, perdí el equilibrio y caí al agua. Instantáneamente empecé a hundirme, porque no sé nadar.
Me ahogaba. Traté de flotar moviendo los brazos pero estaba tan fiero del susto que lo único que logré fue irme más abajo. Parecía una pulga en una tapera. No había caso. Para colmo, el agua empezó a arrastrarme. Me sentía cansado; las piernas como dormidas. Ya está Mariano, pensé, quién te vido y quién te ve, hasta acá llegaste hermano. Pero el Taita se acordó de mí. Una mano me agarró de los pelos y me sacó. Me tiraron en el pedregal y trataron de revivirme, golpeándome el pecho para que escupa el agua. Gracias a Dios lo consiguieron, pero seguía medio aturdido. Veía luces por todos lados. Después empecé a ver una cara, cada vez con más claridad: era la del cristiano que me había salvado la vida.
Una vez que todo el ejército cruzó el río, nos ordenaron avanzar hasta esa quebrada que llaman Lagunillas y que queda a tres leguas de la ciudad de Salta. Yo andaba distraído, pensando mucho y bastante julepeado. Y con un agradecimiento muy grande hacia ese hombre desconocido que me ayudó. Le pregunté si podía cabalgar junto a él y no tuvo problemas. Llevaba puesto el uniforme regular, montaba un alazán tostado.
—¿Cómo se llama usted?
—Fabio Leguizamón.
Iba serio, y cuando se dirigía a mí lo hacía con amabilidad pero también distancia. Yo seguía mareado. No sé si estaba o no estaba. Era muy extraño. Sentía como si todas las cosas fueran espejismos, como si el mismo Leguizamón o el general Belgrano que cabalgaba adelante lo fueran, como si el mundo se hubiera convertido en la imagen de un cuadro, un lugar que está pero que no existe, que capaz existió pero que ya no existe. ¿Qué hacía ahí? En una de esas me había ahogado y ahora estaba muerto. ¿Por qué no? El polvo que levantaban los caballos me adormecía y yo no me sentía a mí mismo. ¿Eso era estar muerto?
—¿Se siente bien? —Me preguntó Leguizamón.
Supongo que me desmayé, aunque seguía mirando más allá, en la nube de tierra que ahora se abría despacio hacia el campo, que parecía tragarme. Y yo no podía hacer otra cosa más que meterme ahí con los ojos, como si estuviera obligado a mirar.
Cuando me desperté era de noche. Estaba acostado cerca del fuego. No sé quién me cargó hasta ahí, pero imagino que fue Leguizamón. Él estaba apoyado sobre un árbol. Me acerqué y lo saludé.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
En el uniforme llevaba cosida una condecoración que antes no había visto. Era un escudo de paño bordado con letras de oro. Tenía una inscripción que decía: La patria a su defensor en Tucumán."
En ese momento entró una persona en la casa Basterreix y Corvalán interrumpió el relato. Me lo presentó simplemente como "el puestero". También era un hombre entrado en años. Traía una pava. Fue a la mesa y agarró el mate. Después, sin decir una palabra, se sentó cerca nuestro.
—¿Quiere mate? —Me preguntó Corvalán.
—Bueno.
El puestero empezó a cebar. Corvalán me dijo:
—Le sigo contando.
"Resulta que cuatro meses antes, a los primeros estampidos de la batalla de Tucumán, el caballo de Belgrano, un rosillo muy manso, se encabritó, y como el general no era buen jinete cayó por tierra. Después de un movimiento confuso el general quedó atrapado entre varios soldados realistas y casi lo toman prisionero, pero un hombre apareció de la nada. Imagínese quién. Era su abuelo. Y logró salvarlo nomás, aunque eso le costó varios sablazos en los brazos y en la espalda. Quedó maltrecho un par de meses. De esto me enteré tiempo después.
Pero volviendo atrás, estábamos con Fabio junto al fuego. Tomamos mate durante un rato y apenas hablamos. La verdad es que no se me ocurrían temas para la charla y él estaba silencioso como siempre, sólo me contestaba cuando le preguntaba algo. Finalmente, me quedé dormido.
A la mañana siguiente...
(continuará)

lunes, enero 16, 2006

Fabio Leguizamón (1 de 3)

Estudié ingeniería en Francia durante cinco años. Apenas regresé al país conseguí trabajo gracias a las influencias que movió mi papá en Buenos Aires. Eso sí, no pude disfrutar ni descansar ni visitar amigos. Pero la verdad que no podía quejarme, porque no tenía experiencia y ésta era una gran oportunidad para mi carrera, un contrato importantísimo y bien pago, así que viajé inmediatamente y me puse a disposición de los directores de la obra. Mi función era supervisar a los albañiles en el nuevo trazado del pueblo de Junín. Corría el año 1857.
Mi estadía allí transcurrió sin mayores novedades. Casi todo el tiempo estuve abocado al trabajo. Salí con algunas mujeres, pero ninguna cobró demasiada importancia, salvo una quizás. Era hija del maestro mayor. Nos frecuentamos a escondidas durante unos meses. Al principio la relación fue intensa y mi entusiasmo sincero. Estaba contento, pero poco a poco, como me pasa habitualmente, fui perdiendo interés y no la vi más.
Después de tres años, cuando la obra estaba casi terminada, decidí volver definitivamente a Buenos Aires.
El último día, mientras esperaba la diligencia, entré por primera vez a la nueva casa de ramos generales, la casa Basterreix, con la intención de comprar comida para el viaje. Era un día tormentoso: lluvia, viento y oscuridad. En el almacén había solamente un hombre, muy viejo, que estaba sentado en una silla junto a la pared, durmiendo.
Llevaba calzadas unas botas de potro y tenía puesto un poncho patria, su cara estaba medio oculta debajo de un chambergo de fieltro muy inclinado hacia adelante. Me llamó la atención sobre todo el cuchillo, pues lo tenía desenvainado, empuñado en la mano derecha y apoyado sobre el pecho. Era un cuchillo hermoso, de gavilán recto, terminado en las puntas de forma escultórica con cabezas de leones.
Permanecí en silencio y observé al viejo con curiosidad: su respiración era muy lenta, tanto que por momentos daba la impresión de un muerto. Nada cambió durante un rato, hasta que súbitamente se incorporó.
—¿Qué necesita? —Me preguntó con voz enronquecida.
Enseguida se acercó hasta mí y empezó a investigarme de arriba abajo, sobre todo la cara.
—¡Cruz diablo! —Me dijo.
Yo no entendía.
—¿Cómo se llama usted? —Me preguntó.
—Juan de Alvarado.
Meditó un momento, sin quitarme la vista de encima. Al cabo de un instante, volvió a preguntarme:
—¿Y el apellido de su madre?
—Leguizamón.
—¡Ahá! ¡Leguizamón! ¡Lo sabía!
—¿Conoció usted a mi mamá?
—A su madre no, yo conocí a Fabio Leguizamón.
—¡Mi abuelo! —dije con excitación—. El papá de mi mamá. ¡Pero qué bárbaro! Es realmente increíble que usted... ¿Cuál es su nombre, señor?
—Mariano Corvalán.
—Le pido por favor que me cuente sobre él. Yo no pude conocerlo y sé muy poco de su vida, salvo que fue soldado y que participó en la campaña del ejército del Norte.
—Sí, bajo el mando del general Belgrano —agregó—.
Nos quedamos en silencio un momento.
—¿Acaso su madre no le habló de él?
—Mi mamá murió en un accidente cuando yo era muy chico.
—Entiendo.
—¿Pero qué sabe usted? Cuénteme por favor. Pero antes, dígame, ¿cómo es posible que me haya reconocido?
—Su cara, muchacho.
—¿Mi cara?
—Sí, joven, es la misma cara de su abuelo. ¿Cómo olvidarla? ¿Cómo olvidar a Fabio Leguizamón?
—¿A qué se refiere? ¿Fueron amigos?
—No sé si puedo llamarlo de esa forma, pero le aseguro que jamás voy a olvidarlo.
—¿Por qué, señor?
—Primero, porque él me salvó la vida, pero mucho más por otras cosas, difíciles de explicar.
—No entiendo bien, le ruego que sea más preciso.
—Venga, siéntese.
Corvalán me alcanzó una silla. Sirvió un plato de pororó para compartir y me contó esta historia, la de mi abuelo, Fabio Leguizamón:
(continuará)

viernes, enero 13, 2006

Emmeline Grangerford

En ese libro genial titulado Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain presenta a un personaje infantil muy tierno, aunque misterioso: una niña que aún no había cumplido los catorce años y que era aficionada hondamente a la poesía. Se llamaba Emmeline Grangerford y era capaz de escribir poemas sobre cualquier cosa, pero con una salvedad: tenía que tratarse de temas tristes.
Para inspirarse coleccionaba recortes de necrológicas y accidentes y los pegaba en un álbum. Mientras vivió, Emmeline gozó de cierta popularidad, pues cada vez que alguien moría aparecía en el velorio, aunque no conociera al difunto, y allí componía rápidamente un poema que denominaba "homenaje", que luego recitaba.
"Cada vez que moría un hombre, o moría una mujer, o moría un niño, aparecía ella con su "homenaje" antes de que se enfriara el muerto. (...) Los vecinos decían que primero llegaba el médico, luego Emmeline, y más tarde la funeraria..."
Yo la conocí en San Justo, promediando la década del 80.
En aquella época realizaba junto a unos amigos varias actividades comunitarias en mi barrio. Trabajábamos con diferentes instituciones, como la Sociedad de Fomento, la escuela 137, la parroquia Sagrado Corazón, los Scouts, etc. Una buena parte de los alimentos que administrábamos la conseguíamos a través del peronismo. Ya sea por intermedio de la Municipalidad, ya por las Unidades Básicas cercanas, la mayoría de nosotros tenía relaciones con militantes y punteros. Y para que te den, tenés que dar algo a cambio. Y en La Matanza eso significa poner el cuerpo.
En una oportunidad, fuimos a la Municipalidad que está en Ugarte y Caaguazú, en Villa Celina, y pedimos una buena cantidad de alimentos para un campamento que estábamos organizando. Nos firmaron un papel y nos derivaron a San Justo. Fui con dos pibes esa misma tarde, a unos galpones del Partido Justicialista donde laburaba un montón de gente. Me acuerdo que estaban en plena campaña. Nos dijeron que "lo nuestro" iba a llegar más tarde, tipo 8, así que teníamos que hacer tiempo. Enseguida nos engancharon para ir a pegar carteles. No podíamos negarnos. Nos subieron a una camioneta junto a otros dos muchachos y empezamos la recorrida por todo San Justo.
Después de tres horas de trabajo, el chofer, un tipo bastante simpático, para la camioneta, baja, y nos dice que tenía que pasar por un velorio, que por favor lo acompañáramos, que eran cinco minutos, que tenía que saludar a no sé qué pariente del finado. Todos quedamos estupefactos. El tipo insistió tanto que, al final, aceptamos, aunque le remarcamos que tenía que ser algo breve. Sí, sí, no se preocupen, nos repetía, es un toque. Nuestro viaje pegaba este giro increíble. Se hacía de noche y nosotros yendo a un velorio cuando todavía teníamos que ir a buscar los alimentos que nos habían prometido. Llegamos. El chofer, Tito creo que le decían, nos insistió para que entráramos. Parece que teníamos que hacer bulto, no sé por qué. Hay una escena de la película Esperando la carroza que debe estar sacada de aquel día: un pasaje donde obligan a un chico a entrar al supuesto velorio de Mamá Cora. Apenas entramos, Tito se encontró con su amigo y empezaron a charlar. Mis compañeros y yo nos sentamos y esperamos. Había poca gente y mucho silencio. De pronto, una nena se puso de pie, desplegó una hojita y, sin preámbulo de ninguna clase, empezó a leer un poema junto al cajón. Quedé impresionado. Todos los que estábamos allí, supongo. Y me dio mucha tristeza, aunque la nena no lloró ni demostró estar apenada, sólo leía, con mucha solemnidad, su poema. Lo primero que pensé, evidentemente, es que el muerto era un ser querido de la nenita, tal vez el abuelo, quién sabe. Pero no, porque cuando nos fuimos, Tito nos contó que, hablando con su amigo, éste le dijo que no tenía idea de quién era esa nena ni por qué estaba leyendo eso. Increíble y bastante aterrador. Nos despedimos y volvimos a los galpones del Partido. Al final nos dieron los alimentos y bastante tarde volvimos a Celina.
No sé qué habrá sido de aquella Emmeline bonaerense. Si aún vive, ya debe estar cerca de los treinta. La imagino, ahora, en alguna casa de La Tablada, de Aldo Bonzi, de Ciudad Evita, leyendo sus homenajes a hombres caídos en desgracia.

jueves, enero 12, 2006

Tato

Los barrios
de la periferia
de fábricas
abandonadas
de galpones repletos
de ratas
y cucarachas de arroyos
de agua turbia
e inmundo
hedor de gente
viviendo
en condiciones miserables
de perros famélicos
de basurales pestilentes
de ojos grandes
por el hambre
y brillosa mirada
por la tristeza
de sonrisas
quietas representadas
sin expresión
de muertos
sin matices
sin labios
pequeñas lomas
pobladas
al sudoeste por mil muñecos
imaginarios
que aquella mañana lo abrazaban
le decían Tato pobre Tato
justo a él
un hombre real.



Tato sindicalista de avestruces
de ojos espiando atrás de la mirilla
¿justo a él?
Déjense de joder y vuelvan
al escondite nublado
que la mañana
primera gris-oscura
fría
en el barrio de la sangre
contemporánea
habla sola y no
necesita
caras caras tantas caras
esa llovizna permanente del pueblo
que cae
cae
que cae
repleta
multitudinaria
como frutas en primavera
a la canasta del recolector
de turno.



Vuelvan
vayan
nomás
que el barrio
de la mañana política
habla solo
si se lo llevan
a Tato.



Pero vuelve
a Ugarte y Giribone
viene nadando
el guacho despacito
enredado
de cenicientas
luces
que fraccionan todavía
más
la patria descuartizada
de nuestro pueblito
este cuerpo íntimo
común
que flota a merced
del Matanza
que va y viene
en todas direcciones
que se lo ve
desordenado
brazo adelante
aleteante
con muecas en la cara
ahora sonrisa
ahora reclamo
con el agua negra metida
hasta los ojos
genial composición
por lo irónica
junto a la multitud
estupefacta
patética
agolpada siempre
en la orilla.



¿Importa la cantidad
de testigos?
Uno solo es suficiente
para el reguero
de voces
de murmuraciones.
No es el número
lo que determina
la cobardía
popular
ni la gloria
de Tato
es la misma figura
emplazada
en la instalación
de traidores
argentinos
como una escalera
para las moscas.
En esos escalones
chupan la carne
secan la sangre
los vecinos
arremolinados
zumbantes.



En esta calle
quebrada
por la voz del borracho y el bullicio
que nunca se va
y los perros del Gordo
que no paran de ladrar
hay otra cosa por más
que duerman
acostumbrados
al ruido.
En la calle
por más que duerman todavía
hay gente
armada.

Sol blanco

Me encanta el sol en invierno. El sol blanco de julio es muy copado, a la mañana sobre todo. Yo soy bastante sensible a esas cosas. Y no es que ahora me esté agarrando el viejazo, siempre me fijé en esos detalles. Acá "fijar" me sirve de otra manera. Las palabras son algo muy flashero. Porque antes yo dije "me fijé", queriendo significar prestar atención o concentración o algo así. Pero fijar también es detener algo, asegurarlo en otra cosa. Y es justamente eso lo que siento que hago muchas veces. Ojo, con esto que digo no me quiero hacer el especial ni nada por el estilo. Me imagino que a muchas personas les pasa lo mismo. Es tanto fijar como fijarse uno. Lo primero que se me viene a la cabeza es fijar algo en el piso. Estar sentado al sol (blanco) y colgarme con una piedrita, un palito, o una hormiga capaz. Es muy tranquilizante. Y a mí me viene bien, porque soy nervioso. Mejor dicho: ansioso. Y siempre quiero controlar todo. Tengo una especie de obsesión por el control. Controlar el mundo a mi alrededor, a la gente. Pero el sol blanco me desarma. Cuando le presto atención, por supuesto. "Prestar atención": esto me interesa también. Esta idea de "prestar". ¿A quién le prestás? Me llama la atención. ¡Me llama la atención! Uh, esto se puede volver interminable. Bue, tampoco me quiero ir por las ramas. Volviendo a lo del sol blanco. Me parece que es una pelotudez más grande que una casa. Digo: si está nublado también me puede pasar, ¿o no? Es más, ahora que lo pienso sí que me pasó estando nublado. Me refiero a esa sensación de paz. Caminar por callecitas donde no hay nadie, en días nublados, con viento. Muy bueno. El viento es fundamental. Como el sol blanco. Caminar contra el viento si es posible, que pegue en la cara. Un día así me fui hasta la Richieri. Estaba aburrido, supongo. Mis amigos no estaban. A Martín lo fui a buscar pero no lo dejaban salir y en lo del Cabezón me dijeron que se había ido y que no sabían adónde. En fin, me fui a la Richieri. Siempre me gustó bajar la loma de Giribone. En una época la bajaba con la bici y en la esquina de Barros Pasos me agarraban delirios suicidas, porque soltaba el manubrio y abría bien los brazos, cerraba los ojos y pedaleaba más rápido. Nunca me pasó nada. Pero me podría haber pasado. Tranquilamente. Cuando llegué a la autopista me crucé con un tipo que iba fumando y le pedí uno. Yo no fumo. No me llama. Además nunca aprendí. No sé tragar el humo, siempre toso. Pero me dieron ganas. No sé. Lo vi tan tranquilo con su cigarrillo, caminando en el día nublado con viento, que me dio envidia. El tipo sacó el paquete y me convidó. Después me dio el que estaba fumando para que encienda el mío. Ahí está la idea de "prestar". Basta! Crucé el guardaraid y bajé unos metros por la montañita de pasto. Me senté abajo de un árbol a fumar. Miraba pasar los autos. A mi alrededor, las hojas secas iban y venían. Había remolinitos de viento. La sensación de paz era muy fuerte. Pero después de un par de minutos, de golpe me sobresalté. Alguien me llamaba por mi nombre, a los gritos. Juaaaann!! Juaaaaann! Era el cabezón arriba de un caballo. "¿De dónde lo sacaste?" "Me lo prestó el escobita. ¿Querés dar una vuelta?" "Bueno." Si hay algo que me gusta en este mundo es andar a caballo. Subí Giribone. En la esquina de Barros Pasos hice la que hacía siempre con la bicicleta. ¿Pero esta vez qué peligro podía haber? Arriba de un caballo sos poderoso. Nada te puede pasar arriba de un caballo. Enfilé para Ugarte. Le quería mostrar el caballo a mi familia, sobre todo a mi viejo. Me bajé y lo até al canasto de fierro que mi papá construyó para poner las bolsas de basura. Los vecinos se paraban a mirar. Quise entrar a mi casa, pero estaba cerrado. Para colmo me había olvidado las llaves. Toqué el timbre. Toqué el timbre. Mil veces toqué el timbre y nadie salía. Grité: Maaaaaaa! Paaaaaaaa! María Laaaaauraaaa! María Ceciiiiiliaaaaa! Qué raro, porque siempre había alguien. Estuve un rato largo, hasta que me cansé. Má sí, y agarré viaje a todo galope. Estuve dando vueltas por el campito. Cuando volví a la Richieri el cabezón me re puteó porque tardé un montón. Se subió al caballo y rajó para Olavarría, que se lo tenía que devolver al escobita. Yo volví a mi casa. Esta vez entré sin problemas: estaba abierto. Se me ocurre que tanto mis viejos como mis hermanas me hubieran dicho que siempre estuvieron ahí, pero que no oyeron nada. "Qué raro", les hubiera contestado. De este modo sería una especie de final fantástico, inquietante. Pero ese diálogo nunca pasó porque no les hablé del caballo. Quería darles la sorpresa otro día. Pero ese día nunca llegó. No sé por qué. Y como ya pasó mucho tiempo, la verdad que podría contarles. Pero un poco me resisto. Como que se perdería algo si lo hiciera. Me está doliendo la cabeza. Afuera está todo mojado. Viene un vientito fresco. Recién estaba lloviendo. Escucho el cepillar de una escoba en la vereda. Hace rato que no se oye pasar ningún auto.

miércoles, enero 11, 2006

Vacas muertas por los rayos

"Mañana y mañana y mañana, se arrastra a pasos insignificantes día a día hasta la última sílaba del tiempo registrable. Y todos nuestros ayeres han iluminado para imbéciles el camino hasta la polvorienta muerte. ¡Apágate, apágate breve candela! La vida no es más que una sombra ambulante, un pobre actor que sobre el escenario se pavonea y sacude en su hora signada, y después no se oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia, que no significa nada".
Macbeth, Acto V, Escena V.
"Se oscurecerá el sol en su amanecer".
Isaías, 13, 10.

Era una tormenta de aquellas. Eléctrica. Ese día me desperté temprano porque quería conseguir churros en la panadería de Mariquita Thompson. Era un antojo acumulado. Mirá, yo suelo levantarme a las 8 de la mañana. Entre que me cambio y me ducho pasa media hora, cuarenta minutos, así que siempre llego a la panadería a eso de las 9 menos 20. Ojo, queda cerca, a una cuadra de mi casa nada más. Pero la cosa es que nunca consigo churros. No sé qué pasa. Parece que en ese barrio son todos fanáticos de los churros. En fin. Ese día, por suerte, todavía quedaban unos cuantos: rellenos con dulce de leche, con crema pastelera, que son un asco, y los comunes. Compré una docena, mitad rellenos, mitad no. Y compré medio kilo de pan. Todavía estaba caliente. No me acuerdo si en casa tenía manteca. Hubiera sido un manjar ese desayuno. Un buen café con leche, los churros... Y bue. Les tenía tantas ganas que metí la mano en el paquete. Pero te juro que ni un bocado pude probar, porque en ese mismo momento, cuando el churro se acercaba a mi boca y se me hacía agua la boca, trrrrrggggggggggggggfffffffffffffffff se puso todo blanco.
Me desperté después de varios días y acá estoy, desde hace dos semanas. Cuando me lo dijeron no lo podía creer. Dicen que volví a nacer. Imaginate: cien millones de voltios.
—Sí, la verdad que es un milagro que estés vivo.
¿No te digo? Ya sé. 20.000 amperes de intensidad tiene. Bueno, tan barata no la saqué. Tuve un paro cardíaco. ¿Sabías, no?
—Sí, me contaron las enfermeras.
¿Y vos qué tenés?
—Me operaron de la apéndice, pero ya estoy bien. Mañana me voy.
¿Tuviste apendicitis solamente o se te hizo peritonitis?
—No, no, apendicitis nada más.
Menos mal. La otra es más jodida. Ayer, hablando con un primo... Pobre, se vino desde Chivilcoy para verme. Un capo, la verdad. Me contaba que allá en el campo hay rayos todo el tiempo y que hace poco hubo un temporal muy fuerte y que cayeron varios sobre los animales. Murieron no me acuerdo bien cuántas vacas, ponele diez. Imaginate la malaria que hay últimamente con este asunto de la inflación que me decía mi primo que enseguida apareció un montón de gente con cuchillos. ¡En el medio de la tormenta! ¡Qué peligro! Bue, yo soy el menos indicado para hablar, que salí con ese temporal por unos churros de mierda que casi me cuestan la vida. La gente empezó a faenar ahí mismo, debajo de la lluvia. Pero es comprensible. Yo por suerte nunca pasé hambre. No es que venga de una familia rica. Nada que ver. Mi papá es tornero y mi mamá es maestra. Tienen sueldos miserables. Pero a nosotros... yo tengo dos hermanas... nunca nos faltó nada. Hasta nos mandaron a colegios privados. Pobre mi vieja, la malasangre que le hice hacer. Soy un desagradecido. Bueno, pero volviendo a lo que me decía mi primo: estaban todos faenando las vacas muertas por los rayos cuando cae uno sobre la gente. ¿Sabés que mató a dos personas? Creo que salió en la televisión. Una mujer y un tipo. Pobre gente. Parece que eran hermanos. La verdad que yo la saqué barata. Tienen razón los que me dicen eso. Che, se puso todo negro, parece que se va a largar otra vez, no?
—Sí, parece que sí.
Qué tiempo de mierda. Está re loco el clima. Para colmo este país de juguete... caen dos gotas y se inunda todo. ¿Che, así que cambiaron al ministro de economía? Fue justo en los días que estaba inconsciente. Y otra cosa, ¿tenés idea cómo salió Chicago el sábado pasado? Va, no sé si te interesa el fútbol. Uy, mirá, se largó con todo. Soretes de punta. ¡Qué barbaro! ¿Podrías cerrar la ventana? A ver si todavía entra un rayo y me la da otra vez. Te digo que ya nada me parece imposible. Che, te quedaste mudo. Dale, decime, ¿te gusta el fútbol? Che, ¿cómo me dijiste que te llamabas? Che. ¡Che!, ¿te quedaste dormido?

martes, enero 10, 2006

El malasuerte

En cuanto asomó la cabeza por Chilavert se nos paró el corazón.

—Uy, ahí viene W —pronunciar su nombre completo es un riesgo que no pienso correr: podría explotarme la computadora en la cara, acaso caerse el techo sobre mi cabeza, o simplemente padecer una mala racha sutil, y no por eso menos trágica, en los detalles cotidianos (perdería colectivos llegando a la parada, me saltaría el aceite hirviendo de la sartén, se me caería el helado al piso, mancharía mi mejor remera...)
Sigue Acá.

...